EL PUENTE
EL PUENTE
Los chicos del lugar volvían de jugar cerca del puente
de piedra. Siempre bromeando, con carreras y empujones, al grito de: ‘quién
llegue antes’. Otras veces, clamando con un ruido comparado al de una bandada
de cornejas pasando por la cruz del campanario.
En la plaza, cerca de la iglesia, y sentado bajo la
sombra de un olmo, estaba Germán Palacios. Germán Palacios era el más viejo del
lugar. Cumpliría esa Navidad ochenta y nueve años, tenía los ojos alegres, las
manos temblorosas y el pelo niveo. De pequeño fue cabrero; de joven, soldado en
África. Más tarde, cultivó una pequeña parte de las tierras que heredó de sus
padres, y cuando las fuerzas le empezaron a flaquear, se dispuso a esperar la
muerte, a la que nunca deseaba, ni temía. Nadie en el pueblo contaba historias
como Germán, ni traía a cuento de manera tan oportuna refranes o graciosos
chascarrillos.
Los chicos, al verlo, aceleraron su paso, y cuando
llegaron a la plaza por el camino del puente, le pidieron que les contase una
historia antes de volver a sus casas, pues, no faltaba mucho para que la noche
cayera sobre el pueblo.
Germán Palacios, se echó a reír mientras escuchaba su
petición. Los chicos se sentaron en círculo, y al rato, el anciano comenzó a
decirles:
―Aunque recuerdo muchas historias, hoy no os contaré
ninguna, pues la tarde está avanzada y no tendría tiempo de contaros lo que
guardan. Lo que si haré, es daros un consejo.
― ¡Un consejo! ―dijeron los chicos, algo desabridos―.
Nosotros no queremos consejos, queremos que nos cuente alguna de esas
historias, como la del camino del puente de piedra.
―Cualquier día os cogerá la noche en aquel lugar.
―contestó Germán Palacios―.
Germán Palacios dijo estas palabras con una voz tan repleta de misterio, que
los chicos abrieron los ojos atemorizados para mirarlo, y con mezcla de
curiosidad y guasa, le dijeron:
― ¿Qué ocurre con la noche en aquel lugar?. ¿Lo dice por los lobos?
―Cuando la sierra de Guadarrama se viste de nieve, los lobos, expulsados de sus
escondrijos, bajan en tropeles por sus laderas, y más de una vez los hemos oído
aullar en bullicioso concierto entorno al puente de piedra, incluso en las
mismas calles del pueblo; pero no son los lobos lo temible de este lugar.
En las profundidades de esta montaña, viven unos espíritus diabólicos que
durante la noche bajan a escondidas por los llanos, y saltando de pedrusco en
pedrusco, llegan hasta las desnudas ramas de los árboles del puente de piedra,
y allí, esperando la noche, se deslizan sobre sus aguas.
Tras la guerra, muchos espíritus se refugiaron en las
cumbres de esta sierra y a nuestros ojos se envuelven de formas variadas. Los
más peligrosos, sin embargo, los que confunden con susurros y preciosas
palabras a los chicos como vosotros, son los llamados duendes negros. Estos
duendes son oscuros, conocen los caminos profundos. Y como inmortales avaros de
los tesoros que encierran, están siempre ahí, velando día y noche junto a los
manantiales de los metales y piedras preciosas. ¿Veis ―dijo el anciano, señalando
con el bastón que le servía de sostén, la cumbre del Guadarrama, que a su
derecha se levantaba oscura y enorme tapando el cárdeno cielo―, veis esa
gigantesca mole de nieve? Pues en su mismo corazón tienen su morada esos
diabólicos seres. Su refugio es horrible y majestuoso a la vez.
― Hace muchos años un mayoral, siguiendo el rastro de
una ternera perdida, entró en una de estas cavidades cuyas entradas están
cubiertas de espesos matorrales y con final desconocido. Este vaquero
empalideció como la muerte, al revelar el secreto de estos malignos espíritus,
había respirado su envenenado espacio y pagó su atrevimiento con la vida; pero
antes de morir relató sucesos asombrosos. Andando por aquel lugar, encontró
largos subterráneos iluminados por rocas de grandes pedazos de cristal condensados
en millones de formas inconstantes y raras. Las bóvedas y las paredes de aquel
lugar, parecían coloreados como los jaspes más finos. Allí había rubíes y diamantes, oro y plata atravesando
las galerías. El silencio en aquel lugar era absoluto, tan solo un murmullo de
aguas ausentes. Perdido en aquel lugar, anduvo durante horas sin encontrar por
donde salir. Disimulados en aquella frondosidad había seres extraños, mezcla de
hombres y reptiles, deformados, que de un lado a otro, se movían o se
encaramaban a las paredes. Contó el vaquero que los vio contando sus inventadas
riquezas. Ellos conocían el lugar en donde se perdían las monedas que otros no
encuentran y las joyas de nuestros antepasados, olvidadas y ocultas como
antiguos tesoros. Allí, todo brillaba haciendo saltar chispas y reflejos, como
un sueño ardiente.
Al llegar aquí, Germán Palacios se detuvo. Los chicos,
en profundo silencio, le miraron expectantes. Al rato, uno de ellos le
preguntó;
― ¿Y el pastor no cogió nada?
― Nada ―respondió Germán Palacios.
― ¡Que idiota! ―dijeron los demás.
―Las campanas de la Iglesia de San Miguel ―continuó el
anciano―, fueron las que le salvaron. Pues cuando tenía a su alcance
suficientes joyas como para que la avaricia disipara su miedo, a pesar de los
sonidos subterráneos, las voces de los espíritus, los sonidos de las aguas
subterráneas y los lamentos del aire, oyó el clamor de las campanas de nuestra
iglesia. Arrodillado, invocó clemencia a su Virgen y sin saber cómo, se
encontró fuera de aquellos lugares, tumbado con gran letargo en la senda que
conduce al pueblo, en el puente de piedra. En ese lugar, llegada la noche, a
veces se oyen palabras confusas, engañosas, que los espíritus vician intentando
seducir a los incautos que creen en las promesas de tesoros.
Cuando
Germán Palacios dio fin a su historia, ya la noche había entrado y la campana
de la iglesia empezó a sonar. Los chicos se levantaron y al despedirse de
Germán Palacios, éste les aconsejo que por ser traicionero no anduvieran de noche en el camino del
puente.
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